Tenía razón mi hermano en eso de que, muchas veces, no hace falta viajar a un destino lejano o desembolsar grandes cantidades de dinero para divertirse, pues, simplemente, basta con tener imaginación y un poco de voluntad.

Este fin de semana pasado me divertí como hacía tiempo no lo hacía, desempeñando una actividad que, a ojos de muchos, podría parecer "de niños". Y sí, me divertí como una niña volando mi cometa.


El señor de la tienda se había empeñado en explicarme que no era una cometa lo que yo me llevaba, que era un no sé qué, que cometas eran las más pequeñas, las de toda la vida. Él se había empeñado en explicarme, pero en vano. Para mí seguiría siendo "mi cometa", tal vez en un amago de volar, como la cometa, a mi niñez; pues, al tomarla, me dirigí rápido hacia la mar, como de pequeña en mi islita, y con el fijo recuerdo en mi mente de aquella primera vez, en la que mi padre me llevó a la playa de Puerto Naos para volar mi cometa de papel.

Ahora era diferente. Ya no se trataba de la Playa de Puerto Naos, en La Palma, sino del mar de Knokke, en Bélgica. Ni yo creía era la misma niña de aquel entonces, cuando los juegos y las risas eran el denominador común de una época ya pasada. Y digo "ni yo creía" porque requirió solamente del empuje de los que me quieren y un poco de osadía para darme cuenta que esa niña no había muerto, simplemente dormía, en su rincón, y estaba esperando como loca que alguien la despertara, tomara de la mano y la sacara nuevamente a jugar y reír.  

El resto lo haría un sol excepcional para un mes de octubre, la compañía pero, sobre todo, las ganas de vivir. 

Un abrazo en la distancia...