Aquel día me sentí como si me fuera a lanzar al mar del desconcierto…

Nos habían invitado unos amigos a dar un paseo en barco por la mar de mi Isla Bonita. Partiríamos del Puerto de Tazacorte dirección Norte y bordeando la costa en todo momento. Me aseguraron que, de acceder, disfrutaríamos de un espectáculo inigualable, en el que una colonia de delfines nos acompañaría e incluso podríamos presenciar el apareamiento de ballenas. 



Acepté, quizá movida por el deseo de brindar a mi hija una experiencia única o de demostrarme a mí misma que, al igual que aquellos pescadores, yo también pertenecía a esa mar; que nunca me había ido del todo y que, aunque así fuera, por mis venas corría salitre e ímpetu propio de una tierra, de una cultura creada a fuerza de volcán. 

Llegado el día, zarpamos muy temprano por la mañana, no sin antes perdernos entre botes, redes y demás enseres de pesca a la espera de dar con el punto de salida. Posteriormente, partiríamos en busca de lugares maravillosos…



- "¡Tienen que permanecer en la parte baja del barco mientras estemos todavía en puerto! Una vez en altamar, podrán subir a cubierta sin ningún problema", gritó uno de los pescadores. Y así lo hicimos. 

Nada más zarpar, pronto me daría cuenta de que ciertamente constituiría una experiencia inolvidable, ya no sólo por vivirla junto a mi pequeña, sino porque para mí significaba, a su vez, un retorno, al lugar del que provengo, del que tal vez nunca debí salir…



Me sentí identificada…; identificada con el lugar y mucho más allá…; identificada con el ambiente, el clima, el sol, sus rayos que no paraban de broncear, de dar color y calor a una tez ya entumecida; el olor, olor a hogar, a sal, a salitre; el aire, que no viento, aire a mar, a salitre que te entra en lo más hondo de tu ser con la única intensión de limpiar, purificar, tomarte, arrastrarte con la fuerza propia de la corriente hasta lo más profundo de tu ser y reencontrarte con tu yo, un yo que creía olvidado…; identificada con sus gentes, la simplicidad y cercanía de sus gentes, gentes que, aunque extraños, no permitirían dejarte perder…; e identificada con una cultura que, al fin y al cabo, es lo que termina por empastar el todo y dar sentido al término familia.


- ¡Vamos, mamá! ¡Ya podemos subir!, gritó mi niña…
- ¡Espera, Edén! ¡Coge la mano de mamá en todo momento!

Y ahí estábamos, ella y yo, sentadas en cubierta, con el infinito por bandera, mirando a un horizonte que sabía nos depararía fortuna, en lenguaje de pescador; dejándonos empapar los pies y embriagar por la calor del sol y la humedad de la mar. Y aunque no vimos a las ballenas, sí a un sinfín de tiburones y delfines que harían el recorrido con nosotras en todo momento, como si pidieran participar, jugar, acompañarnos o tan sólo protegernos. No sé… Como si hasta estos animalitos también contaran con la bondad propia del guanche.


La Palma…, tierra de guanches, de gente sencilla pero enorme corazón; de pescadores, agricultores y, ante todo, grandes descubridores del verdadero y único sentido de la vida. La Palma, lugar del que provengo y al que en algún momento retornaré, para no volverme a ir, para quedarme siempre allí, hasta el más allá… Porque corre salitre por mis venas e ímpetu de volcán. 

Un abrazo en la distancia…